Comparto con ustedes esta entrevista publicada en la edición de noviembre (2009)
MI RELACIÓN CON EL DIOS CRISTIANO ES A TRAVÉS DE MI MÚSICA SACRA
Viernes, 06 de Noviembre de 2009
César Alejandro Carrillo hace del canto un misterio audible entre sus coros. Cree que cantar es un acto de amor. Con la fundación de Cantarte en 1991, se propuso difundir la música religiosa a capella. Próximamente, obsequiará 35 minutos de música vocal pura en los que reproducirá, nuevamente, el «Magnificat» del estoniano Urmas Sisask
Por Lorena Briedis
El viento empuja el silencio y lo enreda en las palmeras de la Universidad Central de Venezuela. Ellas lo reciben y muy erguidas emulan una tonada de lluvia que se escucha desde una oficina al lado de la sala de ensayos del Orfeón Universitario, que César Alejandro Carrillo dirige. Custodian el cubículo las fotografías de Vicente Emilio Sojo, Evencio Castellano —autor del himno del Alma Mater—, Vinicio Adames y Antonio Estévez —fundador del grupo coral—. En los jardines, los estudiantes presencian el aguacero sin mojarse, con los paraguas cerrados, porque el silencio sobre las palmeras es sólo eso, música, una catástrofe inofensiva.
«¿Está lloviendo, verdad?» pregunta aquel maestro sencillo, casi monacal, a quien también lo había confundido aquella sonata. Silencio, viento, palmas, lluvia… ¿En cuántas gargantas no habrá él hecho posible un milagro semejante? ¿Qué tipo de fe le permite a un hombre penetrar tal misterio? «Dios está allá afuera, con los árboles», dice desde su oficina mientras cree que llueve. «Yo veo la religión de otra manera. Yo creo que está en la naturaleza y con el semejante». Para el director del Orfeón Universitario, su arte es su oración. «Mi relación con el Dios cristiano es a través de mi música sacra». Lo dicen sus ojos claramente y sin sermones en la transparencia fontanal de sus lentes. Lo dicen sus manos, que han repartido la música de sus coros como el pan y la han multiplicado entre sus voces como peces.
Los primeros movimientos de la dirección coral los descubrió intuitivamente a los 17 años, en los colegios de monjas. En Guarenas, cinco años atrás, ya había aprendido mucha de la carpintería de la interpretación musical con un conjunto de gaitas que él y algunos amigos de su cuadra improvisaron, pero que sobrevivió varios años más que el edificio que les dio nombre, Charaima, el cual, tal y como recuerda, se había caído «como un cerro de panquecas» en el terremoto del 67.
Pero un autobús, en tantos ires y venires de la casa al liceo y del liceo a la casa, lo atrajo a nuevas amistades y, finalmente, lo sorprendió con una ruta inesperada, Grupo Vocal Gesta, un quinteto de música popular venezolana y latinoamericana cuya experiencia le dio sintonía a Carrillo para inscribirse en la Escuela Superior de Música José Ángel Lamas. Allí estudió teoría y solfeo, dictado musical, armonía, violoncelo e historia de la música: esos fueron sus primeros votos.
Sin embargo, el llamado de ese buen dios que está en la música como en todas las artes estremeció a Carrillo durante su infancia a los 5 ó 6 años, en Higuerote, en casa de su abuela materna, donde solía ir de vacaciones a pescar y a bañarse en el río. Aquel llamado era el sonido nocturno y palpitante de los tambores de Barlovento. «Yo me quedaba despierto. No dormía porque quería escucharlos. Ése creo que es el recuerdo musical más remoto que tengo. Ese sonido siempre está allí y a veces vuelve». A partir de entonces, quedó suspendido en ese embrujo insomne que fue para él la música.
César Alejandro quiso seguir aquellos pálpitos trepidantes de los tambores de Barlovento, quiso escribirlos, recrearlos y transformarlos con el deseo de quien tiene en sus manos una piedra maleable en la que intuye las dimensiones de una catedral. Así supo que quería ser compositor, quizá, para salvar las claves de aquella fantasía musical de la infancia que aún lo recorre. De modo que estudió dirección y composición. La primera, en el Instituto Universitario de Estudios Musicales (Iudem); la segunda, en la Escuela José Lorenzo Llamozas, bajo la tutoría de quien considera su maestra, Modesta Bor.
«El compositor —testifica Carrillo— puede escuchar melodías que no existen. Yo puedo imaginar música y luego verificar en el piano que lo que estoy oyendo existe. Yo creo que es parecido a lo que le puede ocurrir a un pintor cuando imagina los colores de un cuadro y luego los va modificando en el lienzo». Silencio. Mucho silencio. Luego un viento inspirador que lo empuja sobre las ramas de los árboles, sobre las palmeras de nuestro trópico. César Alejandro Carrillo pudo haber imaginado aquella melodía en el tráfico, en un vagón del metro y luego colocarse delante de alguno de sus coros y haber confirmado que la lluvia existe. «Esa audición interna la logras con el tiempo; el poder escuchar música sin música», lo asegura en la evocación de esa clausura interior que es el silencio, del que han nacido composiciones que lo han hecho merecedor del Premio Municipal de Composición en cinco oportunidades (1984, 1988, 1992, 1998, 2000) y del Premio Nacional de Composición en dos (1982, 1991).
La música de Carrillo viene de la noche, de las emociones, de la necesidad de conmover al público y de comunicarle algo. «Hay gente que va pasivamente a los conciertos. Ése es el final del arte, cuando la gente no se involucra porque, entonces, el hecho comunicacional no se completa». Muchas de las composiciones provienen de un embrión poético, de algún texto que reescribe luego sobre un pentagrama con los jeroglíficos vibrantes del alfabeto musical. Carrillo considera que su mejor pieza es la que siempre está por hacer y que, cuando un compositor se sienta a desarrollar una obra, debe seguir el evangelio del argentino Astor Piazzola: «Él decía que uno tiene que componer para sí mismo. Y es cierto. La satisfacción personal es suficiente, pero para eso hace falta ser muy autocrítico». Además de dedicarse a la composición y a la dirección coral, Carrillo ha sido arreglista de grupos como Serenata Guayanesa y, actualmente, trabaja también como tal para Bolanegra, conjunto vocal dedicado a la música popular del cual es también fundador e integrante.
«Huele a corcho», advierte y abre el aula de ensayo del Orfeón Universitario con las llaves que le han confiado cuarenta años de dedicación musical. César Alejandro Carrillo ha escuchado y ha hecho cantar en esa sala desde el año 1992, cuando comenzó como asistente de dirección de la coral ucevista, presidiéndola no sólo en Venezuela sino en el resto de América y de Europa, así como en la remota Asia.
Afuera redobla el aguacero artificial en las palmeras. «Al hacer música, el hombre se aproxima a la naturaleza, al entorno que lo rodea. Cantar es una forma de conectarse con el otro y consigo mismo. Es un acto de comunión», testifica. De salida, antes de cerrar la sala, hace notar un cuadro de Onofre Frías con un epígrafe de Eugenio Andrade: No oigas el ruiseñor. O la alondra. Es dentro de ti donde toda música es ave. Ése es el sacerdocio de César Alejandro Carrillo: escuchar esas aves profundas y hacerlas cantar en otros hombres. Así también se ora.
El domingo 29 de noviembre, a petición del público, Carrillo obsequiará 35 minutos de música vocal pura en los que reproducirá, nuevamente, el «Magnificat» del estoniano Urmas Sisask en la Iglesia del Colegio María Auxiliadora en Altamira, a las 5 pm. Y el sábado 5 de diciembre, en el mismo lugar y a la misma hora, bautizará el último disco de Cantarte, Totus tuus, y ofrecerá un repertorio de algunas de las piezas marianas que componen el trabajo con las que también ha querido elevar una oración enamorada.
Fotografía: Laura Morales Balza
Hermano estoy llorando de la emocion de leer tantas cosas bellas de ti, eres el mejor, de verdad estoy demasiado orgullosa de ti,
Te amo querido hermano
Gracias, hermanita querida. Un beso bien grande para ti!