Archivo de junio 2010

Otilio

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Portada del programa de mano del concierto, diseñado por Camoba, Laura Morales Balza

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La última vez que vi a Otilio fue en Maracay, el día en que muchos de sus admiradores, junto a sus familiares y amigos, fuimos a despedirlo para siempre. Para mí, y estoy seguro que para muchos de los presentes, fue un momento muy hermoso y muy cargado de emociones cuando, al ingresar el féretro en el vehículo que lo conduciría a su morada final, la muchedumbre que se había dado cita para su último adiós comenzó a entonar el Himno Universitario de la Universidad Central de Venezuela, institución de la cual Otilio fue empleado y también integrante de su Orfeón Universitario. Ese fue el colofón musical que despidió a Otilio, el último surco de un disco sin fin que había comenzado a sonar no más ingresar su cuerpo en el recinto funerario donde sería velado antes de la partida. Y cuando digo un disco sin fin, quiero decir precisamente eso: un eterno ramillete de canciones de Otilio que se sucedían una tras otra en las gargantas de quienes allí estaban. Jamás había yo apreciado tal devoción por un cantor popular, como ese día. Y viendo partir la carroza fúnebre, le comenté a alguien: “Otilio no está muerto. Está vivito y coleando en sus canciones”. 

Fotografía por Cincopuntoseis

El amor por su música me fue inculcado, en primera instancia, por la portentosa voz de Lilia Vera, en un célebre disco que a principios de los años setenta hiciera junto a Juan Carlos Núñez al piano, todo con canciones de Otilio. En segunda instancia, por Modesta Bor quien, en sus clases de composición, nos inculcaba, casi como un deber patrio, que debíamos hacer arreglos corales de canciones de autores populares venezolanos tales como Luis Laguna, Henry Martínez y Otilio Galíndez, entre otros. De esa cantera de alumnos de composición salió todo un repertorio de excelentes arreglos, pero quien siempre recibió más atención y salió más favorecido por parte de los alumnos fue Otilio. Fue así como desde muy temprano me enamoré de su música. Y vaya, no hay un solo coro en este país que no haya interpretado, por lo menos una vez alguna de sus canciones y, sin temor a equivocarme, Otilio es el autor más interpretado por el movimiento coral venezolano. Valga todo este preámbulo y esta remembranza, porque muy recientemente, el domingo 13 de junio de 2010, nos dimos cita el Orfeón Universitario de la Universidad Central de Venezuela, y las voces de Henry Martínez, Rafael “El Pollo” Brito, Marina Bravo y Santoral, de Barquisimeto, para ofrecerle un muy sentido y merecido homenaje a nuestro querido Otilio Galíndez, quien nos dejara hace ya un año exactamente. En ese privilegiado espacio que conocemos como el Aula Magna de la UCV, colmado de gente a la cual no le importó para nada lo lluvioso de la tarde, se desgranó otra vez parte de ese ramillete de canciones con las cuales Otilio se encargó de darle un color diferente a nuestras vidas: Luna decembrina, Flor de MayoCaramba, Ahora, O tal vez, Sin tu mirada, En silencio, Vaya un pecado, Mi tripón, Son chispitas, Y ni ná ni ná, Ese mar, El poncho andino, La Restinga, Pueblos tristes. Alternando entre los  arreglos corales interpretados por el Orfeón Universitario de la UCV, nuestros inefables amigos Henry, “El Pollo”, Marina y Santoral, en un concepto sonoro propuesto bajo la dirección instrumental de Edwin Arellano, se dieron a la tarea de regalarnos una acertada y diferente visión musical de la obra de Otilio. Agreguemos a ellos el estupendo trabajo que realizaron los músicos Carlos Pineda al cuatro; Luis Freites al bajo; Manuel Rangel a la guitarra y las maracas; Leowaldo Aldana en la percusión, y el propio Edwin Arellano a la mandolina y la guitarra, todos ellos jóvenes músicos venezolanos que desde hace un buen rato le vienen dando un golpe de aire fresco a la música venezolana. Mención aparte, y no por eso menos importante, el excelente trabajo de producción de Diana Herrera, coordinadora general del Orfeón Universitario, sin cuyo titánico esfuerzo este concierto hubiese sido otra cosa. En fin, amigos, creo que tenemos y seguiremos teniendo Otilio para rato.

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La vida con Modesta (II)

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César Alejandro Carrillo, Modesta Bor. Mérida, 1995

 

 

Para esa época yo estudiaba en la célebre e histórica Escuela Superior de Música José Ángel Lamas. Gran parte de mi formación, hasta ese momento —y mucho después también— la había hecho de manera autodidacta. Mi ‘maestro formal’ de armonía había sido nada menos y nada más que Nikolai Rimsky-Korsakov, a través de su Tratado de Armonía; y por supuesto todo el material musical que caía en mis manos, que devoraba ansioso. Mi instrumento principal era la guitarra, la cual había aprendido a tocar también por cuenta propia, al igual que el cuatro y otros instrumentos. Mi dios musical era, entre otras deidades, Johann Sebastian Bach (1685-1750). Y aún lo sigue siendo. Alguien, alguna vez, escribió en algún lugar,: ¡Qué sería de Dios sin Bach! Ahora bien, yo no entré a la escuela de música motu proprio. En el grupo Gesta habíamos tomado la decisión de que debíamos, todos y cada uno de nosotros, mejorar nuestro nivel musical. Fue así como un día cualquiera de 1977 nos convocamos para ir a hacer el examen de admisión para poder ingresar en la escuela. De los ocho integrantes que conformábamos el grupo sólo acudimos tres. Al año siguiente quedábamos dos. Y a partir del tercer año, sólo yo. Mi más grande ambición era ser compositor. Y esa fue la respuesta que le di al profesor que me hizo la prueba, el siempre recordado Tiero Pezzutti —gran músico y gran pedagogo— cuando me preguntó qué quería estudiar yo. Cuán iluso había sido yo al creer que podía hacer la carrera de compositor al igual que la de un instrumentista. Al segundo año de estar estudiando en la escuela, uno podía tomar clases del instrumento de su preferencia. ¡Yo, para poder ser compositor, tenía que esperar muchos años, puesto que debía estudiar, conocer y dominar muchas materias! Y todo este cuento viene a colación, porque a partir del instante en que comencé a adquirir conocimientos musicales formales, me di a la tarea de escribir en el papel todos los arreglos que habíamos hecho de memoria para el grupo. Para mi segunda entrevista con Modesta, habíamos convenido en que yo le iba a mostrar nuestros “arreglos”. Cuál no sería mi sorpresa al constatar que todo lo que había escrito ¡lo había hecho para la tesitura de la guitarra! Modesta tocó y revisó gran parte del material que le había llevado esa tarde. Obviamente, aquellos arreglos tenían todos los defectos del mundo, pero Modesta había visto en ellos el germen de ideas armónicas y musicales que le resultaban interesantes y novedosas. Su consejo en ese momento fue: “Guarda todo ese material. No lo botes. Más tarde vas a adquirir las destrezas para darte cuenta qué sirve y qué no y podrás ordenar mejor tus ideas. También tienes que aprender a tocar y a utilizar el piano porque éste te dará una visión más vertical de la música, como no te la puede dar la guitarra”. Y tenía razón. Poco a poco, en la medida en que iba avanzando, iba corrigiendo lo que podía. Y así pasaron muchos meses hasta que un día mi muy querido amigo Milton Ordóñez —quien recién había regresado de Medellín, donde había estado estudiando composición— me preguntó si yo conocía a algún profesor con el cual él pudiera proseguir sus estudios de composición. ¡Y a quién más le iba a recomendar! Acto seguido, llamé a Modesta y le conté de Milton. Ella me dijo que lo llevara a la cátedra de composición que impartía en la Escuela de Música José Lorenzo Llamozas. La tarde en que fui con él a la clase de Modesta es inolvidable para mí. Ella atendía a varios alumnos de diferentes niveles, y entre ellos estaban quienes serían grandes compañeros de arte, música y vivencias durante un largo trecho de mi vida: Gilberto Rebolledo, Oscar Galián y por supuesto, Milton. Mientras Modesta impartía la clase y se aprestaba a revisar los trabajos de Milton, me explicó, para que yo no me aburriera, las reglas del contrapunto de primera especie y me pidió que resolviera todos los cantus firmus que estaban en la pizarra. Para esa época yo apenas estaba cursando el tercer año de teoría y solfeo en la Lamas y me sentía como un intruso delante de todos los demás, puesto que yo estaba de visita en ese salón, cumpliendo con una solicitud de mi amigo Milton. Al final de la clase y luego de que se marcharan todos los alumnos, me pidió que me acercara para revisar la tarea que me había encomendado. Luego de hacer unas correcciones aquí y unas cuantas recomendaciones allá, me dijo: “Te espero el próximo martes. A partir de este momento estás en mi clase de composición”. Así, sin ton ni son, o mejor dicho, con ton y con son, ingresé a la clase de composición de Modesta Bor. Junto con mi amigo Milton.

Desde otro lugar. Los Sinvergüenzas (2007)

Pertenecientes al conglomerado conocido como la Movida Acústica Urbana, o simplemente, la MAU, Los Sinvergüenzas vienen “portándose mal y haciendo travesuras” desde su primer concierto hace poco más de diez años, el 26 de febrero de 2000. En un formato instrumental que recuerda al de sus hermanos mayores, El Cuarteto, pero con una estética que evoca más a sus otros parientes, Raíces, Los Sinvergüenzas se aventuran tímbricamente un poco más allá en virtud de las posibilidades de sus ejecutantes: Raimundo Pineda en los diversos tipos de flautas; Edwin Arellano en la mandolina, la mandola y la guitarra; Héctor Molina en el cuatro y, Heriberto Rojas en el contrabajo. En un paisaje sonoro donde se vuelve un poco reiterativo escuchar los mismos temas versionados de mil maneras, el importante aporte de Los Sinvergüenzas le da un golpe de brisa fresca al entorno de música instrumental venezolana de corte tradicional, con un repertorio conformado casi en su totalidad por la cosecha creativa de sus propios integrantes. Aventurarse a recomendar alguna de las piezas de este disco, Desde otro lugar, es una tarea muy difícil dado que el repertorio es consistentemente bueno de pe a pa. Con arreglos interesantes e inteligentes, los doce temas nos presentan un abanico de posibilidades que se van expandiendo a medida que avanzamos en su audición, dejándole a uno un delicioso gusto en la boca, o más bien, en la oreja, como si de un exquisito manjar musical se tratara. La agrupación sinvergüenza ha contado desde sus orígenes merideños hasta su actual conformación caraqueña, con la presencia de Edwin Arellano y Héctor Molina, feliz circunstancia ésta que les ha permitido mantener un norte estético, el cual ha sufrido pocas alteraciones a través del tiempo. Y si sumamos a ellos la complicidad artística, las dotes instrumentales y las potencialidades creativas de Raimundo Pineda y de Heriberto Rojas, dos músicos con no menos credenciales que los merideños, obtenemos una combinación que estamos seguros le va a seguir deparando nuevos y hermosos horizontes a la música instrumental venezolana ¡Qué viva La Sinvergüenzura!


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