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César Alejandro Carrillo, Modesta Bor. Mérida, 1995
Para esa época yo estudiaba en la célebre e histórica Escuela Superior de Música José Ángel Lamas. Gran parte de mi formación, hasta ese momento —y mucho después también— la había hecho de manera autodidacta. Mi ‘maestro formal’ de armonía había sido nada menos y nada más que Nikolai Rimsky-Korsakov, a través de su Tratado de Armonía; y por supuesto todo el material musical que caía en mis manos, que devoraba ansioso. Mi instrumento principal era la guitarra, la cual había aprendido a tocar también por cuenta propia, al igual que el cuatro y otros instrumentos. Mi dios musical era, entre otras deidades, Johann Sebastian Bach (1685-1750). Y aún lo sigue siendo. Alguien, alguna vez, escribió en algún lugar,: ¡Qué sería de Dios sin Bach! Ahora bien, yo no entré a la escuela de música motu proprio. En el grupo Gesta habíamos tomado la decisión de que debíamos, todos y cada uno de nosotros, mejorar nuestro nivel musical. Fue así como un día cualquiera de 1977 nos convocamos para ir a hacer el examen de admisión para poder ingresar en la escuela. De los ocho integrantes que conformábamos el grupo sólo acudimos tres. Al año siguiente quedábamos dos. Y a partir del tercer año, sólo yo. Mi más grande ambición era ser compositor. Y esa fue la respuesta que le di al profesor que me hizo la prueba, el siempre recordado Tiero Pezzutti —gran músico y gran pedagogo— cuando me preguntó qué quería estudiar yo. Cuán iluso había sido yo al creer que podía hacer la carrera de compositor al igual que la de un instrumentista. Al segundo año de estar estudiando en la escuela, uno podía tomar clases del instrumento de su preferencia. ¡Yo, para poder ser compositor, tenía que esperar muchos años, puesto que debía estudiar, conocer y dominar muchas materias! Y todo este cuento viene a colación, porque a partir del instante en que comencé a adquirir conocimientos musicales formales, me di a la tarea de escribir en el papel todos los arreglos que habíamos hecho de memoria para el grupo. Para mi segunda entrevista con Modesta, habíamos convenido en que yo le iba a mostrar nuestros “arreglos”. Cuál no sería mi sorpresa al constatar que todo lo que había escrito ¡lo había hecho para la tesitura de la guitarra! Modesta tocó y revisó gran parte del material que le había llevado esa tarde. Obviamente, aquellos arreglos tenían todos los defectos del mundo, pero Modesta había visto en ellos el germen de ideas armónicas y musicales que le resultaban interesantes y novedosas. Su consejo en ese momento fue: “Guarda todo ese material. No lo botes. Más tarde vas a adquirir las destrezas para darte cuenta qué sirve y qué no y podrás ordenar mejor tus ideas. También tienes que aprender a tocar y a utilizar el piano porque éste te dará una visión más vertical de la música, como no te la puede dar la guitarra”. Y tenía razón. Poco a poco, en la medida en que iba avanzando, iba corrigiendo lo que podía. Y así pasaron muchos meses hasta que un día mi muy querido amigo Milton Ordóñez —quien recién había regresado de Medellín, donde había estado estudiando composición— me preguntó si yo conocía a algún profesor con el cual él pudiera proseguir sus estudios de composición. ¡Y a quién más le iba a recomendar! Acto seguido, llamé a Modesta y le conté de Milton. Ella me dijo que lo llevara a la cátedra de composición que impartía en la Escuela de Música José Lorenzo Llamozas. La tarde en que fui con él a la clase de Modesta es inolvidable para mí. Ella atendía a varios alumnos de diferentes niveles, y entre ellos estaban quienes serían grandes compañeros de arte, música y vivencias durante un largo trecho de mi vida: Gilberto Rebolledo, Oscar Galián y por supuesto, Milton. Mientras Modesta impartía la clase y se aprestaba a revisar los trabajos de Milton, me explicó, para que yo no me aburriera, las reglas del contrapunto de primera especie y me pidió que resolviera todos los cantus firmus que estaban en la pizarra. Para esa época yo apenas estaba cursando el tercer año de teoría y solfeo en la Lamas y me sentía como un intruso delante de todos los demás, puesto que yo estaba de visita en ese salón, cumpliendo con una solicitud de mi amigo Milton. Al final de la clase y luego de que se marcharan todos los alumnos, me pidió que me acercara para revisar la tarea que me había encomendado. Luego de hacer unas correcciones aquí y unas cuantas recomendaciones allá, me dijo: “Te espero el próximo martes. A partir de este momento estás en mi clase de composición”. Así, sin ton ni son, o mejor dicho, con ton y con son, ingresé a la clase de composición de Modesta Bor. Junto con mi amigo Milton.
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